Mosaico de colores. Verdes campos de cereal en primavera que tornan color oro hacia el verano. Colores tierra de barbechos y labrados. Tonalidades que varían, se entremezclan y cambian dependiendo de la época del año. Ahí, ocultas por sus colores crípticos, habitan diferentes especies de aves adaptadas a estos ecosistemas agrarios. A priori dedicados a la producción, pero si ahondamos en ellos, llenos de vida. El cenizo aparece grácil en el aire y completa esta paleta de colores tan característicos de la llamada estepa.
Las prácticas agrícolas tradicionales, basadas en el cultivo extensivo de cereal, leguminosas y otros cultivos herbáceos en rotación con barbechos junto a la ganadería extensiva, han ido modelando, durante siglos, el paisaje del interior de la Península Ibérica. La secular intervención humana ha configurado hábitats similares a los ecosistemas naturales de estepa, la “pseudoestepa”. Las aves esteparias, originarias de las llanuras de Asia y Europa Central, han ido adaptándose a estos sistemas agrarios, encontrando en España uno de los últimos reductos de este hábitat, de ahí la importancia que tiene el medio agrícola en su conservación.
Sin embargo, la intensificación de la agricultura junto con el abandono de esta actividad, están causando el declive de estas especies. Los usos y las prácticas cambian y con ellos, los colores de nuestros paisajes.
Llega la primavera, momento que coincide con la vuelta de su invernada en África del aguilucho cenizo (Circus pygargus) buscando un lugar óptimo entre los campos de cultivo de cereal donde poder anidar. Esta especie del género Circus, palabra que procede del griego Kirkos y que significa “halcón que vuela en círculos”, se distingue por su larga cola, sus alas también largas, estrechas y puntiagudas, y su esbelta silueta. Su apellido pygargus significa “obispillo resplandeciente” en latín, característica que comparten el macho, de intenso gris ceniza, y la hembra, parda y barrada.
Esta ave rapaz de mediano tamaño planea en silencio sobre el trigo, la avena y la cebada, a escasa altura del suelo. Sus movimientos son rápidos para lanzarse en picado hacia a sus presas. Fiel aliado de la agricultura en el control de plagas por ser los ratones, topillos, gazapos, pequeñas aves e insectos la base de su alimentación.
Ya en el cielo, macho y hembra inician el cortejo bailando en el aire de forma sincrónica. Tras el celo, a mediados de mayo, el cenizo arma su nido, aplastando el cereal para poder depositar sus huevos, blancos con un ligero moteado. Será la hembra quien incube hasta el nacimiento de los polluelos.
Campos dorados, época de cosecha. La pronta recogida de cereal coincide con el periodo reproductor de esta especie. Cada vez más adelantada por cuestiones relacionadas con el incremento de las temperaturas y la escasez de agua, las variedades de ciclo corto y, en resumen, el cambio en el modelo productivo, la temprana cosecha nos alerta de que el campo está cambiando. La asincronía de los ritmos entre prácticas agrarias y ciclos reproductivos de las especies es uno de los síntomas más evidentes.
Los pollos del cenizo, con diferencias apreciables de tamaño por el desfase de días entre la puesta de cada uno de los huevos, completan su desarrollo en el suelo y, andarines, empiezan a explorar entre los carriles que se forman en el cultivo de cereal.
Cuidados por la hembra y alimentados por ambos adultos, realizan sus primeros vuelos cuando cuentan con poco más de un mes de vida. Las crías abandonan el nido cuando tienen unos 40 días de edad.
Y mientras, nosotras, junto a agricultores, agentes medioambientales y la administración pública, emprendemos acciones para reducir la mortalidad no natural de esta especie a partir del retraso de las cosechas o de dejar rodales de cereal sin cosechar. Esta estrecha relación entre todos y todas es fundamental para que los pollos, ya crecidos, puedan surcar el cielo y acompañar a sus progenitores de vuelta a África para pasar el invierno.
Con el vuelo de los pollos se acaba otro ciclo de esfuerzo e ilusión por mantener los paisajes que nos hacen ser quien somos. Con ellos está la necesidad de poner en valor este tipo de ambientes tan biodiversos, sus colores. Una gama cromática característica de una memoria, la campesina, y de un futuro, el nuestro, en el que se nos plantea el reto de decidir por qué modelo productivo apostamos y de poner en el centro cuestiones que tienen que ver con el equilibrio y la vida.
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Entre los colores de la estepa, también está el cenizo
Mosaico de colores. Verdes campos de cereal en primavera que tornan color oro hacia el verano. Colores tierra de barbechos y labrados. Tonalidades que varían, se entremezclan y cambian dependiendo de la época del año. Ahí, ocultas por sus colores crípticos, habitan diferentes especies de aves adaptadas a estos ecosistemas agrarios. A priori dedicados a la producción, pero si ahondamos en ellos, llenos de vida. El cenizo aparece grácil en el aire y completa esta paleta de colores tan característicos de la llamada estepa.
Las prácticas agrícolas tradicionales, basadas en el cultivo extensivo de cereal, leguminosas y otros cultivos herbáceos en rotación con barbechos junto a la ganadería extensiva, han ido modelando, durante siglos, el paisaje del interior de la Península Ibérica. La secular intervención humana ha configurado hábitats similares a los ecosistemas naturales de estepa, la “pseudoestepa”. Las aves esteparias, originarias de las llanuras de Asia y Europa Central, han ido adaptándose a estos sistemas agrarios, encontrando en España uno de los últimos reductos de este hábitat, de ahí la importancia que tiene el medio agrícola en su conservación.
Sin embargo, la intensificación de la agricultura junto con el abandono de esta actividad, están causando el declive de estas especies. Los usos y las prácticas cambian y con ellos, los colores de nuestros paisajes.
Llega la primavera, momento que coincide con la vuelta de su invernada en África del aguilucho cenizo (Circus pygargus) buscando un lugar óptimo entre los campos de cultivo de cereal donde poder anidar. Esta especie del género Circus, palabra que procede del griego Kirkos y que significa “halcón que vuela en círculos”, se distingue por su larga cola, sus alas también largas, estrechas y puntiagudas, y su esbelta silueta. Su apellido pygargus significa “obispillo resplandeciente” en latín, característica que comparten el macho, de intenso gris ceniza, y la hembra, parda y barrada.
Esta ave rapaz de mediano tamaño planea en silencio sobre el trigo, la avena y la cebada, a escasa altura del suelo. Sus movimientos son rápidos para lanzarse en picado hacia a sus presas. Fiel aliado de la agricultura en el control de plagas por ser los ratones, topillos, gazapos, pequeñas aves e insectos la base de su alimentación.
Ya en el cielo, macho y hembra inician el cortejo bailando en el aire de forma sincrónica. Tras el celo, a mediados de mayo, el cenizo arma su nido, aplastando el cereal para poder depositar sus huevos, blancos con un ligero moteado. Será la hembra quien incube hasta el nacimiento de los polluelos.
Campos dorados, época de cosecha. La pronta recogida de cereal coincide con el periodo reproductor de esta especie. Cada vez más adelantada por cuestiones relacionadas con el incremento de las temperaturas y la escasez de agua, las variedades de ciclo corto y, en resumen, el cambio en el modelo productivo, la temprana cosecha nos alerta de que el campo está cambiando. La asincronía de los ritmos entre prácticas agrarias y ciclos reproductivos de las especies es uno de los síntomas más evidentes.
Los pollos del cenizo, con diferencias apreciables de tamaño por el desfase de días entre la puesta de cada uno de los huevos, completan su desarrollo en el suelo y, andarines, empiezan a explorar entre los carriles que se forman en el cultivo de cereal.
Cuidados por la hembra y alimentados por ambos adultos, realizan sus primeros vuelos cuando cuentan con poco más de un mes de vida. Las crías abandonan el nido cuando tienen unos 40 días de edad.
Y mientras, nosotras, junto a agricultores, agentes medioambientales y la administración pública, emprendemos acciones para reducir la mortalidad no natural de esta especie a partir del retraso de las cosechas o de dejar rodales de cereal sin cosechar. Esta estrecha relación entre todos y todas es fundamental para que los pollos, ya crecidos, puedan surcar el cielo y acompañar a sus progenitores de vuelta a África para pasar el invierno.
Con el vuelo de los pollos se acaba otro ciclo de esfuerzo e ilusión por mantener los paisajes que nos hacen ser quien somos. Con ellos está la necesidad de poner en valor este tipo de ambientes tan biodiversos, sus colores. Una gama cromática característica de una memoria, la campesina, y de un futuro, el nuestro, en el que se nos plantea el reto de decidir por qué modelo productivo apostamos y de poner en el centro cuestiones que tienen que ver con el equilibrio y la vida.